La Real Academia de la lengua española define la maternidad como “el estado o cualidad de madre”.  La gran mayoría de lectores de este artículo estarán de acuerdo con esta definición y darían una muy similar si se les preguntara. Ahora bien, ¿qué es una madre? Desde el punto de vista biológico, madre es la hembra que ha concebido al menos a una cría. Sin embargo, cuando nosotros, los seres humanos de los países occidentalizados pensamos en una madre, nuestra imagen mental se distancia mucho de esta concepción puramente biológica. Si bien estamos de acuerdo en que madre es la que nos ha parido, nuestra imagen mental se corresponde con elementos como el cuidado, la protección o el amor. Madre es la mujer que nos da la vida no solo como una función biológica, sino como existencia, como sentido. “Mi mamá me mima” es una de las primeras frases que aprendemos a leer.

Las imágenes que acuden a nuestra mente al pensar en maternidad, en madre, generalmente contemplan a una mujer amamantando a su bebé mientras lo mira amorosamente; a una mujer que da la mano enseñando al hijo a caminar. En la cultura latina, la madre, la mamá, representa el cuidado del hogar, el mantenimiento de la armonía y de la afectividad en casa. El alimento físico que se ingiere y el emocional que se siente. Y esta concepción va más allá de los seres humanos. Los primeros experimentos llevados a cabo con monos en los años 50, en los albores de la comprensión del apego como vínculo, muestran cómo las crías de mono, separadas de sus madres, preferían pegarse a un muñeco de felpa, suave y cálido (pero sin biberón) antes que a un muñeco de alambre provisto de un biberón. A este último solo se acercaban cuando tenían hambre.

El psiquiatra y psicoanalista Carl Jung, en su formulación y explicación de los arquetipos, describe el arquetipo de la madre como el primero, y la piedra angular en la especie. Y presenta este arquetipo vinculado primeramente a lo bondadoso, a la protección y a la dispensación de alimento (Jung, 1970, 2009).

En las sociedades occidentales hemos dotado a la maternidad de un halo romántico al referirnos al parto con expresiones como “alumbrar/alumbramiento”, “dar a luz” o “traer al mundo”. Así, idealmente la maternidad debería ser un proceso consciente en el que una mujer, en pleno uso de sus facultades y con pleno conocimiento de las implicaciones y la decisión de asumir la responsabilidad de criar a un hijo, decide “parir” a una persona y criarla hasta que pueda valerse por sí misma, entendiendo la crianza como un proceso infinitamente más extenso que proveer de cuidados físicos. Y, sin embargo, en ocasiones, en muchas ocasiones, no sucede así. La dimensión biológica de la maternidad nada tiene que ver con la dimensión psicosocial o cultural. Los orfanatos de cualquier país dan buena muestra de ello. Y los servicios sociales. Y muchas de las historias individuales que los psicólogos recibimos en nuestras consultas: personas que fueron paridas por una madre pero que, debido a circunstancias sociales, culturales, religiosas o psicológicas, no tuvieron una mamá. Incluso aunque fueron criadas por ellas.

Y es que la mujer puede quedar embarazada (esto es posible a la temprana edad a la que sucede la menarquia), llevar el embarazo a término y asegurarse de que a su bebé no le falta de nada: tiene alimento, tiene una casa, dispone de ropa, se cambia su pañal, se le permite dormir las horas que necesita. Pero no puede ejercer de mamá. No puede proveer a su hijo/a del cuidado emocional que necesita para desarrollarse plenamente. No está emocionalmente disponible para su hijo. No sabe cómo apoyarle, cómo darle seguridad más allá de los aspectos físicos. Quizá incluso demanda esta seguridad y cuidado de su hijo/a porque nunca la tuvo y la necesita. En definitiva, no puede ser esa madre amorosa que provee de cuidado, sabiduría y amor incondicional. No se trata de falta voluntad, en la mayoría de los casos no se las puede acusar de eso. Se trata de incapacidad. Cuando el contexto presente o pasado de la madre amenaza o fracturó su propia estabilidad emocional, no puede facilitársela al bebé. Ni al hijo en la primera infancia. Ni a la hija en edad adolescente. Simplemente, no puede dar algo que no tiene. Ella tiene una herida, un vacío, una historia demasiado difícil. Y sin pretenderlo, y desde el amor, produce una herida en su hijo o hija: la herida de la madre. Es una herida profunda, que se enraíza en lo más profundo de la estructura de la persona y que solo con mucha conciencia (y quizá también con apoyo psicológico) podrá sanar. O, al menos, aprender a vivir en convivencia con una madre que te ha parido pero que no ha sabido ejercer el rol que se le supone como mamá. Para cada persona es una vivencia distinta: las hay que pasarán toda su vida esperando que su madre pueda ser su mamá y les dé todo aquello que les faltó. Las hay que sentirán odio y rechazo hacia una madre que no lo fue (sin saber que este odio solo disimula el dolor y la espera de que la mamá “llegue”). Algunas buscarán a esta mamá en la pareja, en el trabajo, en sus propios hijos o en adicciones.

Sea cual sea la experiencia individual, aceptar e integrar desde la paz que tu madre, la mujer que te parió, no puede ser tu mamá, la que te cuide, es quizá una de las labores más difíciles a las que pueda enfrentarse una persona y uno de los mayores retos que los psicólogos encontramos en consulta. Cerrar esta herida (nótese que tratamos de cerrar, no de hacer que desaparezca, esto no es posible), implica que la persona ya adulta, se reconozca a sí misma y se haga cargo de su necesidad, de su dolor y de su propia historia, mirándola de frente y abriéndose a cómo fue (Bourquin, 2015; Salvador, 2016). El proceso pasa por renunciar al deseo de que una mamá aparezca y sacie esa hambre de amor y cuidado emocional que quedó latiendo en las profundidades, como relataba Edgar Allan Poe en su cuento “El Corazón Delator” (1843). Será en este momento cuando la persona pueda mostrarse abierta y preparada para encontrar cuidado y apoyo en figuras maternales (por ejemplo, una suegra o una amiga más mayor) desde el equilibrio, no desde la desesperación y la carencia. Y siempre asumiendo su propio auto-maternaje.

No es fácil desenvolverse en el mundo cuando las necesidades que solo una mamá podía cubrir no fueron cubiertas. Cuando se recibió alimento del tipo que se ingiere solo, no del tipo que se siente. Pero que no sea fácil no implica que no sea posible con el apoyo y la conciencia adecuados. Animamos al lector que se identifique con esta herida a practicar kintsuguri, el arte ancestral japonés de rellenar las fracturas en piezas cerámicas con oro, con las fracturas que esta falta ocasionó.

Referencias

  • Bourquin, P. (2015). El arte de la terapia. Desclée de Brouwer.
  • Jung, C. (2009). Arquetipos e inconsciente colectivo. Paidós.
  • Salvador, M. (2016). Más allá del yo. Editorial Eleftheria.

Artículo escrito por  Pilar Rueda, profesora en la UMA, integrante de Con.ciencia.