La “nana” es una película chilena que apareció en los circuitos en 2009. Alcanzó lugares distinguidos en la crítica nacional e internacional y recibió numerosos premios. “Nana” es un eufemismo para hablar de la otrora empleadas domésticas y esta película cuenta, precisamente, la historia de una Raquel que ha pasado más de la mitad de sus cuarenta años sirviendo la casa de una familia en la modalidad “puertas adentro”.
Raquel es una integrante de la familia, aunque ignorada como persona, cuya timidez la ha vuelto un tanto invisible, una mujer transparente que asegura las camas tendidas, la comida hecha y servida, y la ropa planchada en los armarios. Esta película revela lo ajeno del papel de las “nanas” en cada vida familiar donde sirve, incluso más, pero no siempre se conoce de sus historias personales, sus orígenes y sus familias, menos aún que piensan o sienten. Por su rol, no hay alteridad posible, pues en general, termina siendo una extensión de la casa.
El servicio doméstico, la limpieza tradicional o el cuidado de otros(as), manifiesta ironía, ironía de una cuestión social difícil (¿servir?), incómoda (la igualdad de los sexos…) y políticamente provocadora. Su crítica parece problemática, el trabajo doméstico es un costado irreductible de la vida cotidiana de la especie humana, y la explotación de las mujeres, domésticas asalariadas o mujeres en la casa, sigue siendo invisible para muchos. La ironía habla tanto, pues, de la opacidad del problema como de una solución inhallable. La “cuestión” del servicio doméstico no permite una respuesta fácil, y su análisis no evita paradojas ni contradicciones.
Hablo aquí del trabajo doméstico, porque creo que este obedece a uno de los grandes estereotipos que se les atribuyen a las mujeres, el trabajo doméstico ya sea remunerado o no, es un mandato potentemente arraigado en nuestra cultura, símbolos, creencias y modelos de comportamiento, que no encarnan necesariamente lo que puede ser un hombre o una mujer, sino más bien lo que debemos o deberíamos ser. Este sistema de creencias, símbolos y discursos, se transmiten a través de una socialización al interior de las familias, en las escuelas, en los medios de comunicación de masas, en la publicidad, entre otros escenarios e instituciones.
Y en este sentido el trabajo doméstico, y todo lo que aquello compete, es algo que se ha transmitido históricamente como una tarea de mujeres, niñas, jóvenes, adultas y ancianas, y cualquier mujer que se atreva a cuestionar o no cumplir derechamente con ese mandato es apuntada con el dedo y es víctima de numerosos adjetivos descalificativos, cuando una adolescente se niega a realizar las labores domésticas de su casa se escuchan cosas como estás; “es una floja”, “será una mala dueña de casa”, “ ningún hombre la aguantara”, “se quedará solterona”. Este rol de responsable de lo doméstico y de servir a todos(as) en la casa, es transversal y perdura hasta la actualidad, con matices, pero son las mujeres las encargadas de este trabajo. Tan potente es este mandato de género, que incluso después de conquistar nuevamente la espera pública, somo nosotras en ese escenario, las que debemos seguir sirviendo a otros.
El trabajo doméstico “profesional” ha sido considerado históricamente un trabajo de mujeres, como una ayuda a dueñas de (otra) casa, lo que termina expresando claramente una doble discriminación en el mercado de trabajo: una mujer necesita de otra para cumplir funciones sociales fuera de casa. Mientras una se integra a la vida social, la otra se invisibiliza en el funcionamiento de una dinámica familiar no propia.
Es fundamental entender que existe una cierta perpetuación de las llamadas “obligaciones femeninas” que explica la gran presencia de mujeres en el servicio doméstico, sea en la propia casa o en casa ajena, por una significación forjada en el imaginario cultural, del lugar de las relaciones entre personas en el espacio de la producción material y simbólica de la vida cotidiana. Así el trabajo doméstico se “naturaliza” al hecho de ser mujer por un sentido social y culturalmente construido, que traspasa de madres a hijas la practicidad y lo ideológico de una actividad asociada al lugar social femenino.
Esta actividad laboral ha sido una ocupación relevante en dos situaciones de mujeres con baja escolaridad, al principio y al final de su vida, cuando son jóvenes para ingresar al mercado de trabajo y para volver de periodos de inactividad por maternidad o cuidado de sus propias familias.
Además de la precariedad salarial que acompaña al servicio doméstico, se han asociado a su práctica la discriminación, el asedio sexual y moral, la falta de regulación que son entre otros, los factores cotidianos de un trabajo realizado por millones de mujeres en el mundo.
El trabajo doméstico en cualquier país es fundamental para la reproducción social, por lo tanto, incide en el desarrollo, aunque sigue siendo un trabajo poco considerado, desprestigiado y tipificado como trabajo de mujeres, incluso más, asociado a los atributos de género definiéndolo como “femenino”.
En Chile como en otros países, es un servicio mal remunerado y con escaso reconocimiento social, que se expresa en cuestionables condiciones laborales, jornadas extenuantes y sin descanso claramente establecido. Tal vez, sea el carácter servil y por desarrollarse en el ámbito privado, lo que lo vuelve subalterno y casi invisible.
A comienzos del año 2011, una fotografía tomada en la playa en Concón (localidad al norte de Chile) por una veraneante, publicada en la página web de una radio, causó estupor porque una “nana” servía de quitasol humano. El repudio fue inmediato en las redes sociales, porque el “servicio” era sostener el quitasol sobre la “patrona”, quien estaba tendida en una reposera hasta que fue a bañarse y la “nana” pudo descansar.
Este clasismo, es corolario de un país profundamente desigual, donde es posible detectar marcadamente sectores diferenciados por el acceso a las oportunidades, distribución del poder económico, político, social y cultural.
La foto a la que se hace referencia es una muestra del maltrato laboral que hace años ocurre en Chile, sobre todo con las “nanas migrantes” (peruanas), con pago de sueldos indignos, sobrecarga laboral y maltrato verbal.
Estos mandatos de género son transmitidos durante el proceso de socialización, mediante la educación recibida, por tanto, son aprendidos y pueden y deben ser deconstruidos, ya que dificultan la construcción de una verdadera autonomía personal.
Es frecuente escuchar a mujeres de avanzada edad que se sienten tremendamente solas, estas mujeres se han entregado por completo a su familia, a su “deber” de madre y esposa, no han construido un proyecto de vida propio, una identidad diferenciada de sus roles, y, cuando estas tareas de cuidado ya no son necesarias, muchas mujeres se encuentran perdidas y confundidas.
Para conseguir cambiar estos mandatos, tenemos primero que visibilizarlos, darnos cuenta del impacto que causan en todas las esferas de la vida de las mujeres y de la sociedad en general y empezar a educar en igualdad.