A partir de finales del siglo XVIII, la maternidad adquiere una nueva dimensión más allá de su función reproductora. Se maximizó y glorificó la condición materna, considerando que eran las madres las que tenían que hacerse cargo en exclusiva de la crianza de sus hijos(as). La lactancia materna tomo especial importancia, rechazándose la lactancia mercenaria, la cual pasó a ser considerada antinatural y empezó a entrar en decadencia con ritmos desiguales en los países occidentales hasta su total desaparición en el siglo XX. La contratación de amas de cría descendió considerablemente entre las familias aristócratas y de clase media urbana. Ser madre se convirtió en el eje central de la identidad femenina, al margen del origen o la clase social.
Todos los argumentos provenientes de la ciencia, la religión y naturalistas, buscaban persuadir a las mujeres para que dieran prioridad a la crianza frente a otros aspectos de su vida. Las madres de este modo fueron relegadas a la esfera privada, con el propósito de cuidar de la prole, mientras se las apartaba del ámbito público. Así fue el proceso de “maternalización de la mujer”, cuando la condición de madre pasó a ser la única identidad posible, una identidad exclusiva y excluyente. La “maternalización de la mujer”, fue el producto de naturalizar el rol de madre, individualizar y responsabilizar exclusivamente a las madres de la crianza de sus hijos(as) y moralizar las prácticas que le eran propias. Este proceso de maternalización implicaba no solo que las mujeres podrían ser madres, algo obvio, si no que solo debían ser madres, así lo estipulaba la naturaleza femenina. El ocio, la educación, el placer, el trabajo remunerado, la militancia eran entendidos como una amenaza para la reproducción, y en respuesta para todo lo que se creía que derivaba de ella: la familia, la sociedad, el Estado.
En este sentido la mujer no alumbraba ya únicamente a criaturas si no a ciudadanos y patriotas. Su responsabilidad – parir y criar – iba más allá de los biológico; implicaba una función social, sometida al control masculino. Tras la segunda guerra mundial, a partir de 1945, en el mundo occidental se impone la glorificación de la maternidad y la consagración de una estructura de familia nuclear, en el marco de una sociedad con una moral sexual conservadora. No obstante, el fervor de los movimientos feministas de la época, consiguen romper con la visión impuesta del ideal de la santísima maternidad y el modelo de familia patriarcal, demandando una sexualidad al margen de la reproducción y poder decidir, como mujeres, sobre el propio cuerpo, logrando relevantes avances en materia de contraconcepción y derecho al aborto, así como también cambios socioculturales importantes. Sin embargo, esta revuelta popular conllevó a una relación tensa con la maternidad, llegando a negar incluso el hecho mismo de ser madre y cayendo, en algunos ámbitos, en un cierto discurso anti reproductivo.
Cabe mencionar que la maternidad ha sido utilizada por el capitalismo y el patriarcado como una herramienta de supeditación y control de las mujeres, apartándonos al ámbito doméstico, privado e invisible. En este sentido, la maternidad por obligación ha significado, un obstáculo en las aspiraciones femeninas, un freno para la igualdad y la autonomía. Los hombres por su parte aparecían libres de responsabilidades de cuidados, sin frenos, con la posibilidad de participar en la vida pública. La liberación de la mujer pasaba por salir del hogar, dejar de lado los cuidados, e insertarse en el ámbito laboral. Se pensaba que con la obtención de la autonomía económica el problema de la maternidad se solucionaría, huyendo de una discusión más profunda al respecto. Los dilemas de la maternidad enzarzaron aún más al feminismo. A mediados de los años setenta, el movimiento feminista tuvo el desafío de reflexionar sobre la maternidad en positivo. Una vez rechazada la maternidad como destino, algunas intelectuales y activistas intentaron debatirlo en otra clave. El reto implicaba en ir más allá de una simple negación de la maternidad, de desplazar la carga de la crianza al Estado o de externalizar la reproducción.
Autoras como Adrienne Rich, con sus diferentes trabajos, facilitó la reconciliación de las feministas con la maternidad. Su principal contribución fue diferenciar entre la institución maternal implantada por el patriarcado, fábrica de sumisión, y la vinculación potencial de las mujeres con la experiencia materna, definiendo una clara distinción entre los perjuicios de la primera y las virtudes de la segunda. Para la investigadora, no se trata de refutar la maternidad, si no el sentido en que la explica, la impone y restringe el patriarcado, el cual había domesticado la experiencia del poder maternal. El propósito era terminar con la institución maternal, situando a las maternidades fuera del ámbito patriarcal, lo cual no representa abolir la maternidad, sino más bien facilitar la creación y el soporte de la vida en el mismo terreno de la decisión, la lucha, la imaginación, como cualquier otra dificultad, pero como tarea libremente elegida. En el año 1978, la autora Nancy Chodorow, publicó; El ejercicio de la maternidad, donde demandaba la necesidad de equiparar los roles maternos y paternos, distribuyendo igualitariamente el trabajo de cuidados. Unas prácticas que tenían que sentar las bases para una nueva estructura de familia. Chodorow pensaba que la maternidad sí era compatible con el hecho de terminar con la desigualdad entre sexos dentro de la familia. Otra Obra relevante, fue la desarrollada por Sara Ruddick, “Pensamiento maternal”, ahí la autora se esfuerza principalmente en revalorizar la maternidad y el cuidado sin recurrir a elementos biológicos o esencialistas.
En sus estudios se rechazaba la tesis que sostenía que las funciones maternas eran instintivas y automáticas, e indicó que la maternidad era una práctica que podía ser desarrollada tanto por mujeres como hombres. Considerando los antecedentes, la maternidad ha sido un tema incómodo para el feminismo, el binomio mujer-madre, impuesto por el patriarcado ha hecho que una parte muy importante del feminismo rechazará la maternidad, la negara y la menospreciara, muchas intelectuales afirmaban que la maternidad era una cárcel, y que la gran rebeldía de las mujeres sería no tener hijos, no obstante, lo que hace de ella una carga pesada, no es la maternidad en sí, sino el yugo en que la ha convertido el patriarcado.
El modelo de madre que conocemos no es resultado de nuestra capacidad biológica para gestar, parir y lactar, sino de una operación cultural y simbólica de amplio alcance, que construye la identidad femenina de una manera única y homogénea en torno al hecho de ser madre. Refiere a un ideal de maternidad en el que todos los posibles anhelos se limitan a un solo: tener hijos(as). Un imaginario social que se ha reproducido, con matices, por los siglos de los siglos. En este sentido el patriarcado ha secuestrado la maternidad, son los hombres los que deciden, como ha de ser, cómo ha de actuar y qué debe hacer una madre. Una mujer que es invisible y silenciosa, una impostora, una no madre, al no tener espacio real ni simbólico y ser reconocida solo en función del padre, en una sociedad que gira sobre un eje masculino egocéntrico, configurándose así el vacío de la maternidad, ese vacío de poder de decidir, de gestionar, de influir y de gozar de autoridad. En la medida en que desde diferentes sectores del movimiento feminista se da la espalda a la maternidad, se origina también un vacío. No se trata del hecho de renegar del hecho de ser madres, si no de las condiciones de la experiencia maternal en el patriarcado. A partir de los aportes de Rich, es común encontrarse en los debates del mundo anglosajón la distinción entre motherhood (institución maternal) y mothering (experiencia subjetiva de las mujeres), en la vida ambas están entrelazadas y en tensión constante, así la maternidad como institución condiciona y limita la práctica de la experiencia maternal. El desafío desde una perspectiva feminista implica terminar con la primera y liberar la segunda.