Hace ya mucho tiempo que alguien muy cercano, y al que admiro, afirmó en un acto público que la Psicología tomó muy pronto partido por los débiles y por los que sufren. Mitigar, remediar, disminuir el sufrimiento humano es uno de los objetivos prioritarios de la psicología aplicada. Y ya sabemos que una forma general de paliar aquello que nos trastorna, aquellos acontecimientos de nuestra vida que nos hacen sufrir, es hacerles frente, afirmarlos y no negar su existencia, contarlos, hablarlos con los que tenemos cerca, sean estos profesionales de la Psicología, amigos o nosotros mismos mediante la escritura. ¿Escribir?, ¿realmente escribir sobre los acontecimientos traumáticos que nos suceden tiene efectos beneficiosos sobre nuestra vida?
La respuesta a la pregunta podrían darla los escritores, es decir, los poetas, los novelistas, los dramaturgos, los que habitualmente consideramos que están detrás de la palabra “escritor”. Hace ya unos cuantos años, el periodista y escritor Jesús Ruiz Mantilla preguntó a un buen puñado de escritores por qué escribían. La respuesta de 48 escritores y escritoras, hispanohablantes la mayor parte, fue publicada en el diario “El País” del 2 de enero de 2011.
Podemos leer en ese artículo justificaciones para dedicarse al oficio de escritura: “la realidad no es real para mí hasta que no se haya pasado por el tamiz de las palabras. Por eso, supongo que escribo con el fin de imaginarme la realidad totalmente real” (John Banville), “escribir ayuda a comprender y a ordenar el desorden. Escribir equilibra. Escribo para encontrar sentido al sinsentido” (Use Lahoz), “escribir es saber mirar. Escribo para explicarme un universo inexplicable” (Fernando Royuela), “para ganar un salvoconducto con el que deambular por el laberinto humano” (Nélida Piñón). Otros/as atribuyen directamente a la escritura un poder terapéutico: “la aflicción obliga a la búsqueda del sentido, si es que algún sentido tienen las desventuras de los hombres” (Gonzalo Hidalgo Bayal), “las alegrías de la vida te desbordan. El dolor y la pérdida te superan y hunden. El tedio y la monotonía pueden resultar aniquiladores. Cuando escribo estoy fuera de esa realidad. He entrado en otra donde sí es posible buscar un sentido, incluso vislumbrarlo” (Soledad Puértolas), “acaso se escriba por miedo a quedarse uno a solas con su dolor, como si escribir fuese un remedio, y no un veneno” (Andrés Trapiello).
En estas citas elegidas, escritores y escritoras parecen atribuir un doble efecto al hecho de escribir; por un lado, un mejor modo de comprender la realidad y, por otro, un lenitivo de los “miedos y angustias que nos asaltan” (Rosa Montero).
Si tienen razón los escritores que justifican de esta manera su oficio de escribir, ¿realmente podemos esperar esos resultados de poner por escrito nuestra propia historia?, ¿escribir es de verdad una forma de conocimiento y un procedimiento para librarnos de aquello que diariamente perturba nuestra mente? La respuesta que nos proporcionan las investigaciones psicológicas es claramente afirmativa. Las resultados de los estudios de Pennebaker (*) que comienzan en los años 80 del siglo pasado han constatado desde entonces que la revelación, verbalmente o por escrito, de las experiencias que nos han hecho sufrir y que nos perturban, repercute en la mejora de la salud física y mental, lo que no ocurre en aquellas personas que no tienen la oportunidad de poner en palabras pensamientos y sentimientos relacionados con los acontecimientos traumáticos de su vida: hablar y escribir sobre ellos parece estar relacionado con la reducción del estrés, la disminución de visitas al médico por enfermedad y mejoras en el sistema inmunológico.
Las investigaciones psicológicas aportan también posibles procesos psicológicos que pudieran explicar estos efectos y que en buena parte reproducen las razones de los escritores: el punto de partida de las investigaciones sobre las consecuencias de escribir o de contar acontecimientos emocionalmente perturbadores fue el posible efecto perjudicial del hecho de no contarlos, de no hablar de ellos, de inhibir pensamientos, sentimientos y conductas ligadas a esos acontecimientos. Esa activa inhibición actúa como un estresor general que a la larga producirá problemas de salud: existen pruebas de que reducir esa inhibición es una buena y saludable estrategia, desvelar esos sucesos perturbadores a través de la escritura es un poderoso agente terapéutico.
Además, poner por escrito las propias experiencias da sentido a la propia vida. A través del lenguaje escrito, como bien señalan los escritores, se pueden estructurar las experiencias vitales, se eliminan los aspectos confusos de la experiencia y se puede crear una coherente narrativa que puede ser resumida, guardada y almacenada, recordada y, en último término, olvidada y descartada.
Escribir, por tanto, no es llorar, como diría Larra (escribir en Madrid es llorar), sino todo lo contrario, escribir para dejar de llorar, como forma de afrontar lo que nos trastorna, lo que nos atormenta, lo que nos hace sufrir, la tragedia de la pérdida de una persona muy querida, la noticia de que sufrimos una enfermedad grave o la padece alguien emocionalmente muy cercano. Escribamos, pues, nuestra propia vida: nos servirá para vivirla mejor.
* Puede verse un resumen de esas investigaciones y de sus conclusiones en Niederhoffer, K. G. & Pennebaker, J. W. (2009). Sharing One’s Story: On the Benefits of Writing or Talking About Emotional Experience. En C. R. Snyder & S. J. Lopez: Oxford Handbook of Positive Psychology. (2nd ed.) Oxford University Press. Chap. 59.
Artículo escrito por Julián Almaraz, profesor Universidad de Málaga, integrante de equipo Con.ciencia.