Hace varios años que estoy enfocada en los estudios sociales, principalmente en los estudios sobre el trabajo remunerado y no remunerado con especial énfasis en este último desde una perspectiva feminista, estaba muy centrada en estudiar las claves para la revalorización del trabajo doméstico y de cuidados y de como las mujeres podíamos integrarnos al mundo laboral remunerado en igualdad de condiciones.

Sin embargo, los años y mi propia experiencia en el activismo político, hacen que me posicione de manera diferente a estas interrogantes, ¿por qué trabajamos tanto tiempo y tan duramente? ¿por qué no hay una resistencia más activa al estado actual de las cosas? ¿realmente debemos luchar para integrarnos al mercado laboral bajo las condiciones del sistema neoliberal?, ¿es el techo de cristal una preocupación de la mayoría de nosotras?, ¿son las medidas de conciliación la respuesta, para mejorar el equilibrio entre lo laboral y lo personal?, ¿todas las mujeres queremos ser directivas de empresa?, mi propia experiencia y la de mis compañeras me hacen cambiar de opinión, y me empujan a estudiar e indagar en un asunto que no despierta tanto interés para los estudiosos de las ciencias sociales, que es, la ética del trabajo.

Crecí preparándome para trabajar, supongo que como la gran mayoría de personas, estaba siendo preparada para enfrentar tarde o temprano uno de los grandes hitos de la vida adulta “el trabajo” adquiriendo por lo tanto un estatus moral concreto.

Crecí escuchando a las vecinas del barrio quejándose de sus maridos violentos, que no “ayudaban” en la casa, pero eran “buenos trabajadores”, daba la sensación que esto los exculpaba de todo, crecí escuchando que era muy feo preguntar el sueldo cuando ibas a una entrevista de trabajo, crecí escuchando que el trabajo es lo más importante en tu vida y debes esforzarte, levantarte temprano y por supuesto no irte a la hora que dice tu contrato porque es mal visto, crecí escuchando que había que ir a todas las fiestas y eventos fuera de tu horario laboral porque aunque “no era obligatorio” “era obligatorio”, crecí escuchando que había que decir sí a todo y cuestionar poco para que no te despidieran, crecí escuchando que el que presentaba una licencia médica, además de ser un flojo, era un mentiroso, porque seguramente las licencias eran falsas, crecí escuchando que el trabajo te dignifica, finalmente crecí y soy una adulta trabajadora, productiva para la sociedad capitalista y todo se cumplió tal cual, al menos en eso tenían razón,  en lo que no, era en que el trabajo dignifica.

El trabajo no nos hace libres amigos y amigas, nos hace tristes, no digo que a todos/as, claro, hay muchas personas que han encontrado en su trabajo una fuente de desarrollo inagotable, pero considerando en como se ha configurado el trabajo sobre todo en la actualidad, la realidad está muy lejos de este oasis.

Vengo pensando en esto ya hace un tiempo y no es casualidad, este rumear constante se enmarca en un contexto particular, a los 22 años comencé a trabajar como psicóloga y no paré hasta que dejé Chile para emprender un proyecto personal, comencé un doctorado que me mantuvo fuera del ámbito laboral por 4 años, no fue fácil gestionar el tiempo que tenía en ese entonces, “no trabajaba” no tenia un horario fijo, fue un drama en mi vida, que sin profundizar en esto, ya que no es el tema de interés del texto, creo que tuve una depresión, seguramente multicausal, evidentemente migrar es difícil, pero también lo era salir de la rueda laboral en la que estaba, trabajando de 7.30 am a 7 pm, con llamadas telefónicas de mi jefe los domingos, en ese entonces gestionar mi tiempo fue un desafío brutal, básicamente, no sabía tener tiempo libre, y estoy completamente segura que esto influyó en ese estado de tristeza profunda que experimenté, basta ver las altas tasas de suicidio en estudiantes doctorales, para darse cuenta lo agobiante que puede llegar a ser ese proceso.

Hace un poco más de un año terminé el doctorado y comencé a familiarizarme nuevamente con el mercado laboral, y me agobié, estar fuera 4 años, con las crisis, los cambios económicos, políticos, la transición digital, entre otros, fue como estar 20 años fuera, así lo viví, no fue fácil, y aunque estoy trabajando y ostento una situación de privilegio, ser migrante del sur global y tener trabajo formal en mi área de estudio, en un continente marcado por el racismo institucional, es un lujo, sin embargo, en ningún caso esto es capaz de apaciguar esa inquietud que siento y que sienten muchas personas, porque nos engañaron, porque el trabajo no nos hará libres, al menos como va avanzando todo, no lo hará.

Es así como a través de mi experiencia personal y de la experiencia colectiva, llego a la ética del trabajo como punto de partida para intentar entender esto, pero por sobre todo buscar alternativas al sistema, y como siempre el feminismo tiene mucho que decir al respecto.

La ética del trabajo ha sido un tema central en la teoría económica y social durante siglos. Desde una perspectiva feminista y marxista, sin embargo, es posible abordar esta cuestión de una manera diferente. En lugar de centrarse en la productividad y la eficiencia, este enfoque enfatiza la importancia del trabajo humano en sí mismo y aboga por una distribución más justa de los beneficios del trabajo.

El trabajo ha sido históricamente valorado en términos de su contribución a la economía y la productividad. Desde el feminismo liberal, el trabajo no solo debe ser valorado por su contribución económica, si no también por su valor social y emocional. Las mujeres han sido históricamente relegadas a trabajos no remunerados y subcompensados en comparación con los trabajos remunerados. Esto ha llevado a una brecha salarial de género y ha perpetuado la desigualdad económica y social de las mujeres.

Desde una perspectiva marxista, el trabajo es visto como una actividad humana esencial que crea valor y riqueza en la sociedad. Sin embargo, el capitalismo ha llevado a la explotación de los trabajadores/as, quienes a menudo reciben salarios de miseria y trabajan en condiciones precarias mientras los beneficios del trabajo son concentrados en manos de los propietarios de los medios de producción. Esto ha llevado a una brecha de riqueza cada vez mayor y a la concentración del poder económico en manos de unos pocos.

Todos los problemas mencionados y muchos otros más, son situaciones que conocemos de cerca en Chile, un país que históricamente ha distribuido su poder y su riqueza de manera desigual, afectando profundamente a parte de la población migrante, racializada, de clase obrera y mujer.  Que problemones tenemos, pero no es lo que me interesa abordar hoy en este texto, tampoco vengo a dar respuestas, porque no las tengo, mi intención es que reflexionemos, es una invitación de una compañera agobiada que busca voces donde poder cobijarse, donde poder expresar su rabia, que busca voces disidentes, que busca aliadas para pensar en quemarlo todo, y volver a discutir seria y alegremente sobre las alternativas que tenemos. Lo que me interesa, es que podamos cuestionar los significados y las representaciones sociales asociadas al trabajo.

Vuelvo a la pregunta de más arriba, ¿por qué trabajamos tanto tiempo y tan duramente? parte de la respuesta nos la entrega el propio sistema; pensemos en aquellos bienes básicos que necesitamos para sostener la vida, como el alimento, el agua o la vivienda, no los tenemos garantizados por el hecho de estar vivas, si no que tenemos que acceder a ellos comprándolos en el mercado y pagando un precio. Para pagarlos, necesitamos disponer de renta, ósea, dinero. La inmensa mayoría de la población mundial no tiene otra forma para poseer renta que trabajar a cambio de un salario. Podemos recibir un salario directo vendiendo nuestra fuerza de trabajo en el mercado, o de forma indirecta, por ejemplo, a través de una pensión de jubilación después de haber trabajado, o trabajando en los cuidados de otra persona, que cubrirá nuestras necesidades con su renta.

Hasta aquí, suena fácil, si vendo mi fuerza de trabajo, directa o indirectamente en el mercado, a cambio de salario, podré tener dinero para comprar los bienes que necesito para mantenerme viva, o sea, si trabajo, vivo. El asunto se complica cuando este trabajo no está garantizado para todas las personas y las propias reglas del juego económico provocan un desempleo estructural. Para el crecimiento económico de quiénes compran la fuerza del trabajo es necesario que existan personas desempleadas, que tengan una necesidad vital de salario, así siempre podrán sustituir un trabajador/a por otro/a en el caso de que las demandas salariales del primero le supongan a la empresa un gasto extra. Bajo esta lógica habrá siempre vidas que no puedan sostenerse, condenadas a la no vida (Filigrana, 2020).

Esta situación y la de extremo consumo, nos ha conllevado a posicionar el trabajo como parte fundamental de nuestras vidas, y evidentemente se entiende, las reglas del juego económico, no nos ofrece un afuera y en este sentido queda en evidencia que el trabajo no produce únicamente bienes y servicios económicos, si no también sujetos sociales y políticos. En otras palabras la relación salarial, no solo genera ingresos y capital, sino además individuos disciplinados, sujetos gobernables, ciudadanos de bien y miembros con responsabilidades familiares.

Uno de los grandes problemas al que nos enfrentamos hoy como sociedad es a las extensas jornadas laborales (en el caso de Chile de las más extensas del mundo), lo que vemos es que la forma de articulación del sistema ha hecho que el exceso de trabajo no sea una característica exclusiva de la clase empobrecida, ya que con frecuencia caracteriza incluso las formas más privilegiadas de empleo, y al final incluso, el mejor empleo se convierte en un problema cuando monopoliza tu vida. Lo que es sorprendente no es tanto que aceptemos la realidad actual que debemos trabajar para vivir si no la complacencia de vivir para trabajar. Por esta razón es fácil comprender porque el trabajo mantiene una alta estima, pero es mucho menos evidente porque se valora más que otras prácticas y maneras de pasar el tiempo.

Podemos constatar como ya se menciona al inicio de este texto, que el estudio del trabajo es marginal en las ciencias sociales, quizás debido al fenómeno de la privatización del trabajo,  frecuentemente entendemos la relación laboral no como una institución social si no como una relación única, además la reificación también ha contribuido a esta marginalidad, el hecho de que en la actualidad debamos trabajar para vivir, se entiende como algo del orden natural y no como una convención social, por lo tanto tendemos a centrarnos en los problemas de tal o cual empleo  en vez de analizarlo como un sistema o estructura. La marginación del trabajo de la esfera política se podría atribuir también al declive de la actividad sindical. En la actualidad, buena parte del activismo ha asumido que además del voto partidista y de la negociación colectiva institucionalizada, nuestras mejores opciones para ejercer un poder colectivo se encuentran en nuestro poder adquisitivo. El consumo ético y el boicot del consumo se han puesto en primer plano del imaginario económico-político.

Lo que sí está claro, es que desafiar la actual organización del trabajo no solo requiere cuestionar su reificación y despolitización si no su normatividad y moralización. Hay que considerar que la defensa del trabajo no se sostiene exclusivamente en el apremio económico y el deber social, a menudo se entiende como un ejercicio moral individual y como una obligación ética colectiva. Los valores tradicionales del trabajo, aquellos que predican el valor moral y la dignidad del trabajo asalariado y privilegian ese trabajo como fuente primordial del crecimiento individual, la realización personal, el reconocimiento social y el estatus, siguen siendo efectivos para promover y racionalizar las largas jornadas que se suponen que debemos invertir las trabajadoras al trabajo asalariado y a las identidades que debemos construir.

Los valores productivistas de esta ética protestante se fomentan tanto en la derecha como en la izquierda política y permítanme aclarar que cuestionar estos valores no implica aseverar que el trabajo adolece de valor, ni impugnar la necesidades de las actividades productivas, ni negar la posibilidad de que existan personas que disfruten de estas actividades, evidentemente defiendo la importancia vital de las luchas por mejorar las condiciones de trabajo, se trata más bien de insistir en la posibilidad de que existen otras formas posibles de organizar estas actividades y que es posible desarrollarse fuera de los límites del trabajo.

Y en este sentido,  ¿cómo podría el feminismo desafiar la marginación y el menosprecio de las maneras no asalariadas del trabajo de cuidados/doméstico sin seguir el juego a las mitologías laborales  de la ética del trabajo?, considero que las feministas no debemos enfocarnos ni simple ni exclusivamente  en las reivindicaciones de más y mejor trabajo, sino también en las de menos trabajo, no nos deberíamos enfocarnos solo en la revalorización de las formas feminizadas del trabajo no asalariado, sino también en impugnar la santificación de ese trabajo (Weeks, 2020).

Parte del activismo político y muchas de las propuestas teóricas se han posicionado frente a estas cuestiones, el abolicionismo del trabajo apuesta por una distribución de la riqueza para sostener todas las vidas, reducir el tiempo destinado a la producción y eliminar la alienación originada por el trabajo. Aquí, cobran sentido políticas como el reconocimiento salarial del trabajo doméstico y de cuidados y la renta (salario) básica universal, este último es un concepto que se refiere a un ingreso incondicional garantizado para todas/os los/as ciudadanos/as, sin importar su situación laboral o económica. Esta idea si bien se ha utilizado en algunos países en momentos de crisis, de alguna forma asumiendo indirectamente el fracaso del sistema que ellos mismos promueven, el objetivo es que surja y se mantenga como una de las tantas medidas para garantizar un nivel mínimo de bienestar a los/as ciudadanos/as, independientemente de su situación laboral.

Desde el enfoque de la abolición del trabajo, la renta básica universal se presenta como una alternativa a la idea tradicional de que  el trabajo es la única forma de obtener ingresos y de garantizar el acceso a los recursos necesarios para la vida, cuestionando la centralidad del trabajo en nuestras vidas y apostando por la liberación del trabajo como forma de liberación humana, permitiéndonos perseguir otros intereses más significativos además de abordar las desigualdades económicas y de justicia social.

Pero como les comenté al inicio de este texto, tengo más preguntas que respuestas, tenemos mucho que reflexionar, ¿Qué queremos?  ¿más y mejor trabajo, menos trabajo y mejor, estas última son excluyentes?, ¿es suficiente valorizar e insistir en la distribución equitativa de las formas no remuneradas de trabajo reproductivo (doméstico y de cuidados)?

La configuración del trabajo reproductivo no asalariado y su relación con el trabajo asalariado deben repensarse por completo. Para la imaginación feminista más allá del trabajo, surge la siguiente inquietud: si rechazamos tanto la institución del trabajo asalariado como el modelo de la familia privatizada como las estructuras centrales de la producción y la reproducción, ¿qué querríamos en su lugar?…

Yo de momento seguiré en la búsqueda de una nueva ética del trabajo.