Cuando soñamos sobre cómo será nuestra vida en general y en un futuro más o menos próximo, solemos imaginarnos un camino de rosas, una vida amable, con todo tipo de comodidades, personas amorosas, momentos entrañables… Sin embargo, la vida es como es. Mordecai Kaplan en una cita recogida por Joan Garriga en su libro La llave de la buena vida (2014), dice que “esperar que la vida te trate bien porque eres una persona honesta es como esperar que el toro no te embista porque eres vegetariano”. La vida a veces es considerada, pero otras veces es tormentosa. Y que esos acontecimientos vividos pasen a nuestra memoria como archivos de aprendizaje depende mucho de cómo los interpretemos e integremos emocionalmente, es decir, depende de nuestros estilos de afrontamiento.

Mucho se ha hablado ya de los estilos de afrontamiento. Uno de los modelos más famosos es el Modelo Transaccional de Estrés y Afrontamiento de Lazarus & Folkman (1984), que explicaban lo siguiente: al presentarse una situación potencialmente estresante, cada persona hace una primera evaluación de dicha situación en la que la valora como: estresante, positiva, controlable, cambiante o simplemente irrelevante. Tras esa primera evaluación, si se ha valorado como estresante, se produce una segunda evaluación que determinará los posibles recursos y opciones de que disponemos para afrontar la situación. Los resultados de esta evaluación modifican la evaluación inicial y predisponen a la persona al desarrollo de estrategias de afrontamiento, en dos direcciones: orientadas al problema o a la regulación emocional. Las estrategias orientadas al problema son aquellos comportamientos o actos cognitivos dirigidos a gestionar la fuente de estrés. Las estrategias orientadas a la regulación emocional son aquellas orientadas a provocar un cambio en cómo se percibe y es vivida la situación de estrés, regulando de manera más efectiva las reacciones emocionales negativas. Las personas conseguimos adaptarnos a situaciones estresantes cuando conseguimos alcanzar el equilibrio entre las demandas y expectativas planteadas por una situación dada y las capacidades de cada persona para responder a tales demandas. Pero todos conocemos personas que ante situaciones verdaderamente críticas mantienen una cordura excepcional, que no siempre llegamos casi ni a entender. Entonces ¿de qué depende que ante una situación potencialmente estresante, unos tengan la capacidad de afrontarla tan exitosamente?

Desde la psicología positiva, se entiende por resiliencia a ese proceso dinámico de adaptación positiva que se produce en el contexto de la adversidad, pudiendo considerarse como un rasgo o habilidad de la personalidad. En esta definición quedan implícitos dos aspectos clave: la exposición a una situación de gran adversidad y la adaptación positiva a ella a través del desarrollo de recursos personales (Rutter, 2000).

Se podría decir que ser resiliente es tener la capacidad para generar respuestas de crecimiento o maduración personal sin negar la experiencia de la adversidad vivida, dándole un significado o sentido a la misma. Si una persona considera que la adversidad puede ser una oportunidad para darse cuenta de sus propias capacidades latentes, si considera que la adversidad puede ser una forma de replantearse la forma de ver el mundo, su sistema de valores o incluso que puede ser una oportunidad de modificar aspectos de su manera de vivir, es muy probable que esa persona pueda llegar a un aprendizaje profundo de esa situación y crecer personalmente.

Una persona resiliente tiene la capacidad de afrontamiento para prosperar frente a la adversidad, consiguiendo adaptarse y, sobre todo, encontrando un significado a su experiencia estresante. Es la resiliencia la característica esencial que convierte la situación de adversidad en una oportunidad para sacar a la luz habilidades quizás desconocidas hasta para sí mismo/a. Es la resiliencia la habilidad que nos ayuda a reconstruir la forma de entender el mundo, creando nuevas oportunidades y aprendizajes (Cerezo, 2013; Guil et al., 2016; Luo, Eicher y White, 2018). La persona resiliente suele tener además otras cualidades como la flexibilidad o perseverancia, suele mantener objetivos y metas claras, suelen ser conscientes de sí mismas, saber satisfacer necesidades de afecto y relación, y suelen ser resolutivas a la hora de tomar de decisiones. Esto también se manifiesta en tener una autoestima adecuada, mayor sensación de calma y de sentido de la vida (Guil et al., 2016).

La resiliencia, como es una habilidad, puede desarrollarse y aprenderse. Y tenemos la suerte de que desde la psicología positiva se estén realizando estudios sobre esta virtud, demostrando que puede aumentar con intervenciones terapéuticas desarrolladas desde diferentes índoles.

Tenemos la oportunidad de crecer y ser resilientes, si así nos lo planteamos. Como decía al principio, la vida es como es, así de grande, de inmensa. Pero, tal y como dijo San Agustín, “la felicidad consiste en el proceso de tomar con alegría lo que la vida nos da y soltar con la misma alegría lo que la vida nos quita”. Si somos capaces de conseguirlo, habremos desarrollado nuestra resiliencia y habremos encontrado el sentido de nuestra vida.

Referencias:

  • Cerezo, M. V. (2013). Variables psicológicas positivas en pacientes con cáncer. Información Psicológica, 106, 17-27. http://www.informaciopsicologica.info/OJSmottif/index.php/leonardo/article/viewFile/126/100
  • Garriga, J. (2014). La llave de la buena vida. Ediciones Destino
  • Guil, R., Zayas, A., Gil-Olarte, P., Guerrero, C., González, S., y Mestre, J. M. (2016). Bienestar psicológico, optimismo y resiliencia en mujeres con cáncer de mama. Psicooncología, 13(1), 127-138. https://doi.org/10.5209/rev_PSIC.2016.v13.n1.52492   
  • Lazarus RS y Folkman S. (1984). Procesos cognitivos y estrés. Martínez Rocca, 1986 [v.o. 1984].
  • Luo, D., Eicher, M., y White, K. (2018). Resilience in adult cancer care: A review and concept analysis. Annals of Oncology, 29, 132-138. https://doi.org/10.1093/annonc/mdy444.012
  • Rutter, M. (2000). Resilience reconsidered: Conceptual considerations, empirical findings, and policy implications. En J. P. Shonkoff y S. J. Meisels (Eds.), Hand- book of early childhood intervention (2nd ed., pp. 651– 682). New York: Cambridge University Press.

Dra. Maria Victoria Cerezo, equipo Asociación Con.Ciencia.